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Desde siempre he estado viajando. Tuve la suerte que a mi familia le encanta viajar y nos íbamos todos los veranos por España o Europa, pero cada vez el continente se hacía más y más pequeño. Había que explorar otros rincones. Esa “cultura del viaje” pasó a mí desde que con 15 años recorrí caminando, acompañado de un amigo y de mi hermana, los trescientos kilómetros que separan León de Santiago de Compostela. No se trataba de un viaje religioso o para encontrarse a uno mismo, sino que lo hicimos, por el mero hecho de viajar. Desde entonces son muchos lugares y gentes a los que he conocido, para volver siempre a casa.  Años después decidí estudiar la carrera de turismo. En parte aún no sé si lo hice por trabajar en el sector o para descubrir los secretos de esta industria que apasiona a millones de personas. Viajando, conoces ciudades, personas y te das cuenta que con muy poco se pueden hacer grandes cosas.

Cada vez que viajo espero encontrar en el lugar que visito, lo que hoy en día mucha gente llama una “experiencia vital”. Es decir, la sensación de transportarte a otro mundo, en el que descubrir nuevas sensaciones y aprender de las nuevas culturas que exploras. Y en eso consiste un viaje, desplazarte a un lugar alejado de tu rutina habitual, para evadirte, aprender o disfrutar del escenario y sus gentes.

Siglos atrás, durante el Renacimiento comenzaría una de las más románticas modalidades de turismo, el conocido como Grand Tour, en el que jóvenes aristócratas, mayoritariamente ingleses, emprendían una viaje al conocimiento del arte y se trasladaban hasta la cuna del mismo, Italia para aprender.

Hoy en día es lo que pretendo cada vez que viajo, aprender sobre lo que me rodea, tanto bienes materiales, inmateriales como personas, que al fin y al cabo son quienes más nos pueden mostrar «su» mundo.

Post publicado por David Peris Navarro 21/11/2012

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